domingo, 15 de noviembre de 2009

Sacrificios

El hombre va dando vueltas por el escritorio. Hace tiempo que quiere escribir algo, pero no se le ocurre qué. Cada vez que le parece estar cerca de algo lo suficientemente bueno, el castillo de naipes de desmorona al poner la última pieza. No debe presionar, se dice a si mismo; pero la posibilidad de morir dejando atrás una hoja en blanco le aterra.

Está anocheciendo ya, y en el jardín se reúne una manada de cuervos.

—¿Aún sigue vivo? —Pregunta uno

—Si —Responde otro — Parece que aún le queda algo por escribir antes de morir. Dice la Muerte que sólo entonces será para nosotros.

—A este paso, a saber cuándo lo consigue.

En una de las ramas más apartadas del árbol hay un viejo cuervo, más viejo que todos los demás. En lo más oscuro de sus entrañas, sabe que no va a aguantar muchas noches más. Y el pobre humano tampoco. Siente compasión por él mismo, por el humano y por su propia raza. Con su temblante voz, se acerca donde está el resto reunidos y les habla:

—Yo se muchas historias que este hombre estará dispuesto a escribir, porque la memoria de los cuervos se remonta a muchas generaciones antes que él, y muchas cosas se que él nunca ha visto. Así, iré a su lado y le susurraré alguno para que pueda escribir.

Un murmullo de aprobación general se eleva en el círculo de cuervos. Aprobada la idea, el viejo cuervo no se hace esperar, y entra por la abierta ventana a la habitación donde el pobre hombre desespera.

El hombre ve entrar al cuervo en la sala, sin que eso interfiera en lo más mínimo en su cadena de pensamientos. El ave se posa detrás suyo y empieza a susurrarle antiguos cuentos y leyendas, que para el hombre no resultan ser más que los graznidos desagradables de un cuervo.

Después de mucho insistir, el viejo cuervo, exhausto, cae muerto delante del viejo hombre. Entonces, éste tiene una buena idea. Intenta coger una de las plumas del pájaro para escribirla; como era muy viejo, se suelta con facilidad.

Con la punta de la pluma impregnada de la sangre del cuervo, el escritor decide inmortalizar el sacrificio. El resto de cuervos le observan desde su árbol, sus contornos fantasmagóricamente dibujados sobre la silueta de una pálida luna de agosto. La macabra tinta se agota rápidamente, antes de que haya escrito más de media página. El hombre, bajo la atenta mirada de los cuervos, siente que está en deuda. Sin vacilar, coge la daga que bien guardaba en el cajón del escritorio y se hace un fino tajo en la mano izquierda. Coge la pluma del cuervo y continúa la tarea que había empezado, escribiendo con su puño y sangre la historia de un cuervo que le susurró al oído.

Los cuervos alzan el vuelo, siluetas nocturnas, sin ningún destino concreto. Saben que no será esta noche.

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