martes, 16 de septiembre de 2008

Crimson

La casa está silenciosa. Una voz rompe la quietud de la noche.

— ¡Déjame! ¿Por qué no te vas?
— Ya me gustaría, pero bien sabes que no puedo.
— Cállate por lo menos. No dejas que me concentre.
— Sin mí no serías nada. Tienes suerte de que te diga lo que tienes que hacer a cada momento. Ya te gustaría a ti concentrarte, hacer algo por tu cuenta.
— No sigas así. Siempre te las das de importante, pero sin mi no eres nada. Podría eliminarte en cualquier momento.
— Eso es lo que te gustaría creer. Dependes de mí.
— ¡Estoy harto de que interfieras en mis decisiones!
— ¿Tus decisiones? ¡Ahí es donde esta el fallo! Se trata de nuestras decisiones. Hasta que no te des cuenta que estamos en esto juntos, nunca vamos a llegar a ningún sitio.

El primer hombre se adelanta e intenta golpear al segundo con un puñetazo directo a la cara. El espejo se rompe en centenares de fragmentos que, por un momento, quedan suspendidos en el aire, para caer en el siguiente instante como una fina lluvia, creando finísimos tajos en la mano agresora, ensangrentada. El sonido de los cristales llegando al suelo crea un etéreo matiz que inunda toda la habitación.

— Ya te lo he dicho, con la violencia no lograrás nada. Será mejor que te sientes, te calmes, y lleguemos a algún acuerdo.
— Esto no quedará así. Otra vez, me has subestimado.
— Diría que es mutuo.

El hombre abandona la sala del espejo. Sale a un pasillo estrecho, oscuro, con muebles viejos cubiertos con sábanas. Sigue recto hasta el final, donde hay un balcón. Aparta la cortina. En la puerta, reflejado en los paneles de cristal, se lo vuelve a encontrar. Su mirada es interrogativa, y la expresión, severa. Abre la puerta y sale a fuera. El tiempo es tormentoso. La luna está oculta entre las nubes y una fina lluvia parece que caiga directamente desde ella. Abre la mano, manchada de sangre, para recibirla.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Into the void

Noto todo el cuerpo entumecido. Me cuesta trabajo abrir los ojos por culpa de unas luces cegadoras que no paran de aparecer y desaparecer, acosándome. La droga debía haber hecho su efecto, me decía a mi mismo. Al pensarlo, el corazón empieza a acelerarme. Intento moverme, pero tengo las extremidades atadas. Estoy tumbado en una especie de camilla, brazos y piernas en cruz, inmovilizado.

Cálmate.

Me obligo a mi mismo a tranquilizarme e intento despejar la mente, tarea que me parece muy dura en ese mismo momento, porque mis sentidos, probablemente aumentados y mal interpretados por mi cuerpo, están tomando constantemente mi atención. No puedo centrarme porque el simple sentimiento de la atadura es como si fuese mi mente la que está atada, sin movimiento posible.

Mira.

Tardo, pero me voy acostumbrando al torrente de sensaciones que recorren mi cuerpo. Los flash de luz se van sucediendo de forma rápida, sin hacer nada más que molestar mi capacidad de concentración, pero poco a poco voy acostumbrándome a ellos. Ahora puedo abrir los ojos y explorar a mi alrededor, todo lo que mi limitada capacidad de visón puede ofrecerme, que es la más absoluta nada.

Grita.

El sonido de mi voz crea un profundo eco que va aumentando, rebotando y volviendo a mí, invadiendo todos los rincones de la habitación, como la luz de la mañana penetra el párpado y se clava en lo más profundo de nuestros ojos, solo para recordarnos que no hemos terminado. De repente, me siento rodeado de mi mismo.

Espera.

Pero el eco no cesa, al contrario, sigue aumentando en intensidad. Sin saber como, la voz se va transformando, o quizá siempre fue así, pero ahora me doy cuenta que no es mía. Esa voz intenta llenarme, me invade, y yo se que no se lo voy a permitir.

Lucha.

No es suficiente. Si no fuera porque estoy atado, diría que el cuerpo no hubiese respondido. Y en parte, es una suerte que no pudiese comprobarlo, porque no hubiese ayudado en ningún aspecto. El eco de esa voz ya no está aumentando, sino que está cambiando. Las luces ya no son anárquicas; parece que estén siguiendo la voz. Se acercan a mis ojos. Ahora no puedo cerrarlos.

Resiste.

Poco a poco, las luces van estabilizándose. No solo eso: se van juntando. Se han centrado. Un solo punto flotando a una distancia indeterminada. Error. El haz de luz apunta directamente hacia mi ojo izquierdo, cegándolo. Noto como, poco a poco, va desapareciendo campo de visión, y el ojo va quemándose. Quizá el dolor tendría que haberme inundado, pero el persistente eco de mi voz inunda mi mente como un anestésico, aturdidor. Ahora, poco a poco va moviéndose hasta apuntar al otro ojo. El campo de visión es ahora solo pura luz. Me inunda. Me invade.

Muere.

La luz se apaga. El eco desaparece. Mi cuerpo se difumina.

¿Dónde estás?