domingo, 15 de marzo de 2009

La Soga

Pone la silla delante del armario y se sube a ella. En la parta de arriba encuentra la cuerda que se había asegurado de comprar una semana antes, en previsión de lo que pudiese ocurrir. Se ha vestido con un traje negro, camisa negra, corbata de sangre.

Él no la ve pero, detrás suyo, está una mujer. Parece joven, aunque no hubiese podido asegurarlo. Iba también vestida de negro, solemne, como la situación misma requería. En una mano sostiene un arco, mientras con la otra juguetea con una larga flecha de punta peligrosamente afilada. Está esperando a que el hombre termine con sus rituales para poder realizar, de forma ritual también, su trabajo. Ella nunca había considerado que fuese nada muy destacado, pero el resto de gente le tenía mucho respeto a sus acciones. Observa al hombre, con una mirada que llega al grado máximo de vacuidad. Parece que las imágenes que recibe estén pasando a través suyo sin ser procesadas. Como si el hombre fuese tan invisible como ella lo era para él.

El hombre sale de la habitación y ella le sigue. Lleva la cuerda enrollada sobre el hombro y la silla en la otra mano. Sale al pasillo y baja por las escaleras que se hallan al final. La decoración es antigua, prácticamente desfasada. Con ciertas dificultades, el hombre cruza el piso inferior y llega al garaje, vacío. Cada vez que ha pasado delante de una fotografía en la que él saliese, se ha asegurado de romperla en pedazos. La mujer se va impacientando.

Al llegar al garaje, se dirige directamente a debajo de una biga que ya había sido seleccionada anteriormente para tal ocasión. Pone debajo suyo la silla y se sube a ella. Estirando los brazos, con manos expertas, prepara el nudo que le ayudará a suicidarse.

La Muerte (así se llama la mujer) se pone a unos metros de él. Se asegura que el arco esté en perfecto estado: le molestaría mucho que algo pudiera salir mal, sobretodo porque solo tiene una flecha. Aunque forma parte de su trabajo.

Todo está ahora dispuesto para el suicidio. La Muerte y el hombre, en la misma habitación. Parecería que el aire se ha congelado. El hombre duda, pero termina por subir a la silla. No hay otra salida, se dice. Mientras, la mujer pone la flecha en el arco. La cabeza del hombre entra en la soga y se acomoda, como aprovechando sus últimos momentos. La mujer tensa el arco y apunta. Fuera de la casa, bajo la fría supervisión de la luna, todo parece en calma.

El hombre da una patada a la silla que le sustenta, que queda tirada en el suelo, y él suspendido en el aire, con la soga ahogándole debidamente. Su pataleo de poco de sirve, sea cuál sea su intención. Piensa en como se ha atrevido a desafiar a la muerte, en como la está mirando a los ojos y está dispuesto a aceptarla. Poco a poco, estos pensamientos se van nublando. Quizá hubiese echado marcha atrás, pero no había forma.

Lo que no sabe es que, realmente, la Muerte, invisible, le está mirando a los ojos, donde no ve nada especialmente conmovedor. Solo una mirada perdida que se va retorciendo a medida que la desesperación se apodera de él. Queda claro que le ha derrotado. Se asegura de tensar bien y dispara su única flecha.

Atraviesa la cuerda.

El hombre cae con un estrepitoso sonido al suelo. Su más básico instinto le obliga a respirar, a tragar bocanadas de aire, jadeando. La soga aún le cuelga del cuello.

La Muerte, satisfecha, baja el arco. Inexpresiva, se da la vuelta y, sin dirigir otra mirada al hombre, vuelve a su morada. El hombre no entiende que ha pasado.

Al llegar, la Muerte coge otra flecha y sale a seguir con su trabajo. Nunca coge más porque nunca se equivoca.